domingo, 27 de mayo de 2007

El tártaro

“solía sonreír hipócritamente, en el infierno eso no hace falta”


Desde pequeño maltraté a la mujer que me vio nacer, mi madre. Nací en un hogar sin padre, pues el huyó y culpé a la perra de su fuga, hasta que ella murió a los cuarenta y cuatro años por un golpe que se dio en la cabeza mientras peleaba conmigo. Mi abuela fue la otra mujer que me crió, dijo: ¡algun día demonio de los cielos pagarás por lo que hiciste!

La vida transcurrió lenta y sombría y a los veintidós años me casé, de ese matrimonio solo saqué problemas. Así que me divorcié. Lo único que recuerdo de joven eran las golpizas que mi abuelo les daba a mis hermanos y a mi abuela, eso inconscientemente ha dejado secuelas en mi mente hasta hoy...

Acostumbradamente golpeo a la mujer que se acuesta a mi derecha, una vagabunda rompe hogares que susurra a mis oídos en medio de sus rutinas diarias y citas etílicas, dice que me ama ¿quién podrá creerle?
Tal vez solo desea obtener miserables diez mil pesos que le tiro en su cara de perra sarnosa y ella sigue soportando mis insultos aunque en medio del llanto suspire lentamente y me pida que la deje, ella no se va y soy yo quien todo lo ha pagado... es tan holgazana que utiliza a mis hijos como medio para no largarse de nuestras vidas, esa mujer es mi nueva esposa –Alicia- . Recibo una llamada una vez al mes de mi interesada e inútil hija que sigue robándome mi poco sueldo con el pretexto de que esta estudiando.

Es ahora cuando entiendo de que pago estaba hablando la estupida abuela.

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